Ocho décadas después de los devastadores bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki, los sobrevivientes que aún viven en Japón continúan luchando contra el olvido y la indiferencia mundial. Muchos de ellos, ahora en sus últimos años de vida, han comenzado a hablar abiertamente sobre su experiencia, impulsados por la urgencia de evitar que la historia se repita.
El 6 y el 9 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre ambas ciudades japonesas. Más de 200 mil personas murieron antes de que terminara ese año. Otros lograron sobrevivir, pero arrastraron por décadas las secuelas de la radiación: enfermedades, sufrimiento psicológico y discriminación social.
Hoy, aproximadamente 100 mil sobrevivientes siguen con vida. Muchos ocultaron su condición durante años para evitar el estigma, mientras otros permanecieron en silencio por el trauma. Pero ante el aumento de las amenazas nucleares en el mundo, algunos han decidido alzar la voz.
Kunihiko Iida: del silencio al activismo
Kunihiko Iida tenía apenas tres años cuando la bomba cayó sobre Hiroshima. Estaba a menos de un kilómetro del epicentro, en la casa donde vivía su madre. La explosión lo lanzó por los aires. Recuerda despertar cubierto de escombros, herido por fragmentos de vidrio. Su madre y su hermana murieron un mes después, víctimas de los efectos de la radiación.
Durante décadas, Iida no habló del tema. Le tomó 60 años poder regresar al Parque Memorial de la Paz. Hoy, a sus 83 años, es voluntario en ese mismo lugar, guiando a visitantes de todo el mundo y compartiendo su historia con la esperanza de generar conciencia sobre el desarme nuclear.
Recientemente, participó en un programa de paz que lo llevó a París, Londres y Varsovia. Aunque temía que su mensaje no fuera bien recibido en países con armas nucleares, fue escuchado con respeto. “El único camino hacia la paz es la abolición de las armas nucleares. No hay otra manera”, afirma con convicción.
Fumiko Doi: una vida marcada por la bomba que casi la alcanza
Fumiko Doi tenía seis años cuando viajaba en un tren rumbo a Nagasaki. El convoy debía llegar a la estación de Urakami justo a la hora en que la bomba explotó. Pero una demora le salvó la vida: el tren estaba a cinco kilómetros del lugar. Desde la ventana, Doi vio el destello. Sintió cómo las esquirlas rompían los cristales y fue protegida por otros pasajeros.
Aun así, su familia no salió ilesa. Su madre y dos hermanos murieron de cáncer. Su padre, reclutado para recoger cadáveres, enfermó por la radiación. Años después se convirtió en maestro y escribió poemas sobre el dolor que vivió.
Durante mucho tiempo, Doi ocultó su pasado incluso a sus hijos, por temor a la discriminación. Se casó con otro sobreviviente y temió que sus hijos heredaran problemas de salud. Fue hasta 2011, tras el desastre nuclear de Fukushima, que decidió hablar públicamente. Hoy, a sus 86 años, participa en manifestaciones y alza la voz contra la energía y las armas nucleares. “Si una bomba cae en Japón, quedaremos destruidos. Si se usan más en todo el mundo, será el fin de la Tierra”, advierte.
La memoria como resistencia
Los testimonios de Iida y Doi resuenan hoy con más fuerza que nunca. Tras la reunión del G7 celebrada en Hiroshima en 2023 y el reconocimiento con el Premio Nobel de la Paz al grupo de sobrevivientes Nihon Hidankyo, los museos de la paz de Hiroshima y Nagasaki han visto un aumento en sus visitantes, muchos de ellos extranjeros.
Samantha Anne, una turista estadounidense, visitó el Parque de la Paz con sus hijos. “Es un recordatorio del nivel de devastación que puede causar una sola decisión”, reflexionó.
Aun así, los guías voluntarios se preocupan por el desconocimiento de los jóvenes japoneses sobre esta parte de su historia. “Lo más triste es que algunos han empezado a olvidar”, lamenta uno de ellos.
En su camino a casa, Iida se detiene frente al monumento a los niños fallecidos. A su alrededor cuelgan millones de grullas de papel, símbolo de paz, enviadas desde todo el mundo. Para él, cada encuentro con un visitante representa una oportunidad para evitar que el horror nuclear se repita.
“Hablar es lo único que puedo hacer. Pero si alguien escucha, entonces vale la pena”, concluye.


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