sábado, diciembre 20, 2025

Retrato íntimo de una madre inquebrantable. Capítulo 1: Aquí murió Deysi Blanco

Este texto es autoría de Paco Marín y Javier Quintero, para La Verdad Noticias. Aparece en la versión impresa del 18 de diciembre de 2024.

«Quemé todas las cortinas de mis ventanas, de mi puerta, de mi baño. Ya no quería saber nada. Al quitarlas, dije: Mi hija no está muerta, mi hija está viva y la voy a encontrar».

*

La mañana en la que desapareció Fernanda, su hija de 12 años, Deysi Blanco trabajaba limpiando una calle porque la alcaldesa de su ciudad haría una aparición en público. Esa vez, un enjambre de abejas la atacó mientras barría. Múltiples piquetes en el cuerpo. No sintió ningún dolor. Era como si el dolor se le hubiera escapado.

El 21 de julio de 2022 era un jueves sofocante en el verano caribeño de Isla Mujeres y Deysi Blanco sintió por primera vez que se le fue el alma. Comprendería todo después. El cuerpo hinchado de aguijones, sus compañeros gritando con ella, una ambulancia en camino y su teléfono sonando.

–Mamá, la niña desapareció. Presiento que algo le pasó a la niña –le avisó Laura, su hija mayor, en una llamada directa que no daba lugar a preámbulos.

–Ahora mismo voy para allá –le dijo, y no esperó la ambulancia.

De la calle que barría hasta su casa eran, cuando mucho, diez minutos en auto. A su patrón le pidió el favor de llevarla con urgencia.

–Siento algo. No sé qué está pasando, pero yo siento que a mi hija le pasó algo grave –le dijo.

Y se fueron.

Deysi Blanco, con diabetes e hipertensión, se calmaba a sí misma en el trayecto. Quería tener la cabeza fría para reaccionar y sabía que le podría dar un infarto. Dice que encima de la blusa veía su corazón latir y sentía escurrirle un témpano desde la cabeza hasta los pies.

Nunca, en sus 48 años, había sentido tanta angustia. Ni siquiera cuando nació Fernanda antes de tiempo. Siete meses tenía de embarazo. Era una niña frágil y la angustia la devoraba porque no podía amamantarla. Fernanda cabía en una mano y el pezón de Deysi parecía una montaña inalcanzable.

–¿Qué pasó? –le preguntó a Laureano Canul, su esposo, que la esperaba con la cara desencajada en la puerta de su casa.

–No sé. No encuentro más a la niña –le respondió apenas.

–Toma mi bolso. Yo voy a buscarla.

*

Mucho antes de ser empleada del Ayuntamiento de Isla Mujeres, de casarse en la iglesia con Laureano y tener cuatro hijos –dos hombres y dos mujeres–, Deysi Blanco nació en Peto, Yucatán, el 26 de mayo de 1976. En su familia de nueve hermanos, su padre y su madre labraban la tierra, así que en la mesa casi siempre tenían algo para llevarse a la boca. Ella recuerda que no tuvo una infancia sencilla y la narra así:

«Soy la mayor de las mujeres y después de mí está una, dos, tres, sigue la cuarta. La más pequeña tenía 15 días de nacida cuando a mi madre le dio una embolia, y yo tenía ocho años, apenas iba a la primaria, pero tuve que dejarla para atender a los más pequeños. Entonces, básicamente, yo soy padre y madre para ellos, porque por eso yo dejé la escuela, porque mi mamá no podía mover la mitad de su cuerpo y ya no hizo nada por sí sola. Yo era una niña que no sabía qué hacer con una bebé y yo lloraba porque la bebé lloraba y los otros estaban pequeños. Entonces, siento que me quedé a la deriva. Yo nunca supe qué es abrazar una muñeca, porque mi muñeca era de carne y hueso».

Una niña que truncó sus estudios en el segundo grado, que hablaba maya y tenía la estatura de un instante, sacó fuerzas de donde pudo para ayudar a sus hermanos y a sus padres. Por suerte, también aprendía rápido y supo hacer tortillas con el maíz que desgranaba y que, más tarde, a regañadientes, sus hermanos llevaban al molino para convertirlo en masa. También aprendió a usar la licuadora que le prestó una vecina y a poner la cantidad exacta de leña en el fogón porque dos veces se le quemó el arroz.

«Cuando tuve los nueve, diez años, ya para mí era pan comido todo: a las cuatro de la mañana me paraba a limpiar todo el terreno, a barrer, a regar plantas, flores, porque eso me gustaba mucho, mis animales, tenía yo un marrano, tenía perros, pavos, gallinas, y temprano me paraba a criar antes de que mis hermanos se levantaran. Antes de irse a la escuela, les preparaba su desayuno, los llevaba a la escuela y cuando regresaba empezaba a hacer la comida».

A los 12 años cumplidos, la familia entera se mudó a Cancún, que empezaba su apogeo. Cancún era, al finalizar los ochentas, como un abrazo interminable del paraíso. Deysi Blanco aún les reprocha a sus padres que no la alentaran a retomar sus estudios y que, al contrario, la apoyaran cuando dijo que empezaría a trabajar. Su primer trabajo: niñera. Cuidaba a dos niños y le pagaban 25 centavos la jornada. También limpiaba casas y le pagaban más.

Nunca había dejado de trabajar, pero hace poco la despidieron del Ayuntamiento de Isla Mujeres, donde hacía la limpieza de las áreas públicas, con uniforme gris y escoba en mano. La presidenta municipal había sido condescendiente con ella, tras la desaparición de Fernanda, y le dijo que se dedicara a buscarla. Pero en agosto pasado, hace cuatro meses, su sueldo se esfumó.

Por todo esto, su infancia dura y la ausencia de su hija, dice que se aferró a la vida y así lo hará hasta el final.

*

Deysi Blanco tiene el nombre de las margaritas, por decisión del padre. Las margaritas parecían sus preferidas. Para describirla, hay que decir que es una mujer bajita, con hombros morenos que relumbran y rasgos que reflejan la esencia maya de la península de Yucatán: pómulos marcados, una mandíbula suavemente redondeada y una expresión serena que transmite fortaleza. Sus ojos oscuros y grandes parecen contar historias. Enmarcando su rostro, una cabellera negra y abundante que cae en ondas naturales y que añaden un toque de originalidad a su presencia.

*

La primera noche de la desaparición de Fernanda, en la casa de Deysi Blanco parecía que había un funeral. Amigos, vecinos y familia llegaron y pasaron la noche en vela. Esa noche se lloraba y todos se preguntaban qué había pasado. La casa estaba llena.

La casa: una construcción a medias que comienza a ras de calle y termina en dos cenotes que ahora están sellados. Su fachada amarilla parece desvanecerse al cruzar la puerta, revelando un interior austero con paredes de bloques de cemento y piso gris, una cocina sencilla, dos habitaciones grandes con ventanas que dan al patio, donde dos perras se hacen compañía y ladran a extraños. Se llaman Ninia y Chiquitina y a veces se escapan por la reja principal y se pierden por esa calle sin nombre de la colonia Nazareno, una vereda arenosa más que calle, repleta de arbustos donde se esconde una serpiente negra y donde aparecen con gracia palmeras de cocos amarillos que ya nadie recoge. A lo lejos, un perro persigue a dos gallinas, completando una escena rural que parece congelada en el tiempo, retrato de una vida pausada y sencilla. Al centro de la habitación de Deysi Blanco cuelga una hamaca roja. Junto a ella, un sillón gris, una cama pequeña y un altar que resguarda las fotos de Fernanda, protegida por la Virgen de Guadalupe, Jesús crucificado y los Reyes Magos.

Pero antes de que existiera el altar, la casa de Deysi Blanco se llenaba cada día. Vecinos iban a hacer oración y grupos de varias religiones se acercaban a lo mismo. En esos primeros días, ella sólo tenía fuerzas para eso. Aunque rezar ya no la consolaba, le abría las puertas de su casa a quien quisiera hacerlo. Era un autómata que veía gente entrar y salir, pero nada más. Dejó de arreglarse. Ella, que vestía ropas limpias, se peinaba sus rizos, se pintaba los labios y las uñas de rojo y olía a vainilla con su perfume favorito, Opiro Exclusive, era ahora un despojo.

Un sábado en la noche la casa seguía llena y Deysi Blanco estaba sentada en el sofá gris de su habitación. Dice que subió los pies para recostarse y tenía los ojos entreabiertos, parpadeaba, pero no tenía alma. Uno de sus hermanos la vio temblar. Ella lo escuchó, muy lejano, decir «se va a caer». También le pareció escuchar a una tía decirle «te estoy hablando, ¿me oyes?». Y lo último que escuchó fue la voz de su hijo gritar «¡se cayó mi mamá!». Para entonces era el octavo día de la desaparición y Deysi Blanco no había tenido ganas de comer ni dormir. Dice que se le privó la mente, que dejó de respirar y que no sintió el golpe seco que se dio en el piso de cemento. Amaneció y abrió los ojos. Tenía suero intravenoso. No sentía ningún dolor, aunque la frente y un brazo estaban inflamados.

–¿Cómo te sientes? ¿Ya me querías dejar? –le preguntó Laureano, su esposo.

Deysi Blanco no respondió, pero se vio conectada al suero.

–¡Quítenme esto! ¡Quítenmelo o me lo quito yo! –gritó.

–Es para que te pongas bien y sigamos buscando a la niña –le dijo Laureano en un intento de tranquilizarla.

–¡Estoy bien! Mi cerebro ya captó, mi corazón ya captó, de que, como sea, voy a salir adelante, voy a luchar, voy a vencer lo que siento, todo este dolor.

–¡Tú puedes, claro que puedes! –la animó Laureano, ahogado en llanto, haciéndose el fuerte.

–Pero ya no llores, amor, porque si tú lloras y te derrumbas, me derrumbas. Tenemos que levantarnos y encontrar a la niña.

Deysi Blanco se desconectó la aguja y la vena brotó. Para detener el sangrado se puso la mitad de un limón. Desde ese momento, afirma, encerró sus lágrimas y le dio paso a la ira. Se levantó de la cama, caminó dos pasos hacia el altar de Fernanda y creó su propio mantra:

«A partir de hoy, le juro a Dios y a la Virgen, enfrente del altar que le tengo hecho a mi hija, que hoy se secan las lágrimas de Deysi Blanco. Murió Deysi Blanco. Quienes la conocieron, ahora van a ver a otra persona, con mucho carácter, con un afán de buscar a Fernanda. Aquí murió Deysi Blanco y aquí le pido a Dios que no me cierre estos labios».

En una muestra de que iba en serio, arrancó las cortinas negras con las que había cubierto las ventanas y con las que se sumergió en su propia oscuridad. Dice que, cuando las quitó, sólo pensaba en Fernanda, en salir a buscarla y recuperarla. También pensaba en su nieto Cristofer, entonces de un año. Hoy tiene dos nietos por los que, asegura, se sigue aferrando a la vida. Cortinas abajo, Deysi Blanco les prendió fuego y su encierro terminó, las lágrimas se le secaron y escondió la noción del dolor. Ella está convencida de que aquella vez que la picó el enjambre de abejas, en el mismo instante que desaparecía Fernanda, había recibido una señal:

«Yo no sentía el dolor de las abejas, a lo mejor era una señal que me estaban mostrando y no lo supe interpretar en ese momento».

Sin dolor, sin lágrimas y llena de ira, Deysi Blanco también perdió el miedo, y así inició la búsqueda de su hija.

Paco Marín
Paco Marín
Paco Marín es un periodista egresado en Comunicación y Periodismo por la Universidad Latinoamericana. Su experiencia abarca una amplia gama de temas críticos como salud, política, medio ambiente, infraestructura y educación, lo que le confiere un conocimiento diverso y una perspectiva integral en sus contribuciones. Su formación académica y experiencia práctica fortalecen la fiabilidad y experticia del contenido que genera.
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