El aire de junio en Huimanguillo es una cosa viva. Pesa, se pega a la piel con la humedad del pantano y huele a tierra mojada, a vegetación en perpetua descomposición. En las primeras horas del 10 de junio de 2006, a ese aroma denso se le sumó otro, metálico y dulzón: el de la sangre seca.
En un camino vecinal que serpentea entre la maleza, en esa porosa frontera entre Tabasco y Veracruz, una camioneta Dodge Durango color vino había sido abandonada. No era un vehículo cualquiera y los hombres que la encontraron no tardaron en comprender que habían tropezado con un sepulcro de acero. Dentro, apilados en el caos de la violencia, yacían cinco cuerpos. Estaban atados de pies y manos. Tres de ellos tenían los ojos cubiertos con vendas. Todos presentaban múltiples heridas de bala y el inequívoco tiro de gracia en la cabeza, la firma brutal del crimen organizado.
Uno de los muertos era Ponciano Vázquez Lagunes, un prominente ganadero veracruzano que había sido secuestrado semanas antes, el 26 de mayo, en Villahermosa. Los otros eran sus caporales, los hermanos Raúl y Antonio Rodríguez Medina; su chofer, Eduviges Vidal Vázquez; y su médico veterinario, Adrián Junco Cruz.
Pero Ponciano no era solo un ganadero. Era el hermano de Cirilo Vázquez Lagunes, el legendario y temido «Cacique del Sur». Cirilo era una fuerza de la naturaleza política y económica en Veracruz, un hombre cuyo poder se medía en hectáreas, cabezas de ganado y lealtades compradas con dinero o selladas con miedo. Asesinar a su hermano y abandonar el cuerpo en Tabasco no fue un simple ajuste de cuentas; fue una declaración de guerra. Un mensaje enviado a través de la frontera, escrito con pólvora, que afirmaba que ningún poder era absoluto y que el territorio del crimen no respetaba mapas ni jurisdicciones políticas.
Esa mañana en Huimanguillo, mientras las moscas comenzaban a zumbar sobre la Durango, nadie podía saber que los ecos de esos disparos resonarían durante casi dos décadas. Nadie podía imaginar que uno de los hombres que pronto sería detenido por esa masacre, un policía de carrera llamado Hernán Bermúdez Requena, sería exonerado en el silencio de los pasillos judiciales para, años más tarde, ser resucitado políticamente y puesto al mando de la seguridad de todo un estado. Y mucho menos podían prever que el artífice de esa resurrección sería un viejo colega suyo, un hombre que para entonces ya escalaba las cumbres del poder nacional: Adán Augusto López Hernández.
La historia de la masacre de Huimanguillo no es solo la historia de un crimen. Es la historia de un olvido. Un olvido deliberado, conveniente y, en última instancia, cómplice.
CAPÍTULO I: EL PACTO DE LOS NOVENTA

Para entender la lealtad que unió a Adán Augusto López y Hernán Bermúdez, hay que regresar a los años noventa, a un Tabasco que aún vivía bajo el sol monolítico del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Era un ecosistema político cerrado, un pantano de alianzas y traiciones donde el poder real se ejercía en los despachos con aire acondicionado de Villahermosa, lejos de la mirada pública.
En ese mundo, dos hombres jóvenes y ambiciosos encontraron sus caminos. Por un lado, Adán Augusto López Hernández, un abogado educado y pulcro, con un posgrado en Ciencias Políticas de la Universidad de París que le confería un aire de sofisticación en el rudo entorno local. Por el otro, Hernán Bermúdez Requena, un policía forjado en la calle, un hombre que entendía el lenguaje de la fuerza y la autoridad.
Sus destinos se entrelazaron de forma oficial entre 1992 y 1994, durante el gobierno del priista Manuel Gurría Ordóñez. López Hernández fue nombrado Subsecretario de Gobierno y Asuntos Jurídicos, una posición estratégica que lo convertía en el operador político y legal del gobernador. Al mismo tiempo, Bermúdez Requena asumía el cargo de director de Seguridad Pública.
Ex-funcionario del gobierno de Tabasco, entrevista anónima.
No eran simplemente colegas en un mismo gabinete. Sus roles eran inherentemente simbióticos. Como Subsecretario de Gobierno, López Hernández era el responsable de la «gobernabilidad», de la gestión política de las crisis, de la negociación con los actores de poder y de la supervisión legal del aparato estatal. Como director de Seguridad, Bermúdez era el brazo ejecutor de esa política, el hombre al mando de la fuerza pública, el guardián del orden. Cualquier problema de seguridad que Bermúdez enfrentaba en la calle, terminaba como un expediente político en el escritorio de López Hernández. Uno no podía funcionar sin el otro.
Ambos eran productos de su tiempo y de un sistema dominado por figuras como Roberto Madrazo Pintado, quien sucedería a Gurría y bajo cuyo mandato Bermúdez también serviría. López, antes de su eventual ruptura y paso a la oposición, también fue una pieza clave del PRI tabasqueño, llegando a ser secretario general del partido en el estado. Conocían las reglas no escritas, los pactos de silencio y la importancia de la lealtad. Forjaron una relación profesional en la sala de máquinas del poder, un vínculo que demostraría ser más fuerte que cualquier escándalo, más duradero que cualquier expediente judicial y más resistente que la memoria misma.
CAPÍTULO II: 2006, EL INDICIO IMBORRABLE

El año 2006 fue una fractura en la historia moderna de México. La elección presidencial se convirtió en un campo de batalla que polarizó al país, una contienda encarnizada entre dos tabasqueños: Roberto Madrazo por el PRI y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por el PRD. El epicentro de este terremoto político era, precisamente, Tabasco.
En medio de esta tormenta, Adán Augusto López ya había cambiado de bando. Tras su salida del PRI, se había convertido en un operador clave de la izquierda y, para 2006, fungía como el coordinador regional de la campaña presidencial de López Obrador en su estado natal. Las lealtades estaban a flor de piel y cada movimiento era analizado con lupa.
Fue en este clima de máxima tensión cuando estalló el caso de Huimanguillo. Tras el hallazgo de los cuerpos de Ponciano Vázquez y sus acompañantes, la investigación dio un giro dramático. La detención de los sospechosos no fue llevada a cabo por la policía local de Tabasco o Veracruz. La operación fue federal, ejecutada por la unidad de élite del gobierno mexicano: la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SEIDO).
La intervención de la SEIDO era una señal inequívoca. Para el sistema de justicia mexicano, esto significaba que las pruebas apuntaban más allá de un simple homicidio. Indicaba la participación del crimen organizado, un delito federal que sacaba el caso de la jurisdicción estatal y lo colocaba en las más altas esferas de la seguridad nacional. Hernán Bermúdez, el exjefe de policía de los gobiernos priistas, era ahora el principal sospechoso de una masacre con el sello del narcotráfico.
El escándalo era mayúsculo y políticamente explosivo. Un exfuncionario de la era Madrazo, arrestado por la delincuencia organizada en pleno fragor de la campaña presidencial. Sin embargo, lo que siguió fue aún más desconcertante que el propio crimen. Tras ser detenido y arraigado, Hernán Bermúdez Requena desapareció del radar mediático. No hubo un juicio público, ni una sentencia, ni una explicación detallada de las pruebas en su contra. Simplemente, como consta en los registros periodísticos de la época, «finalmente fue liberado y exonerado».
¿Cómo un hombre arrestado por la unidad de élite federal por un secuestro y una masacre es liberado sin más? La falta de un rastro judicial, la ausencia de una sentencia absolutoria motivada, sugiere que su liberación no fue producto de un proceso legal transparente. En el contexto de la guerra política de 2006, donde Tabasco era el tablero de ajedrez, la exoneración silenciosa de Bermúdez huele a una negociación en las cloacas del poder. Quizás su testimonio amenazaba con salpicar a figuras demasiado importantes. Quizás su silencio valía más que la justicia para cinco hombres ejecutados. El caso no se cerró; se enterró. Y Hernán Bermúdez quedó libre, portador de un pasado oscuro y de secretos que alguien en el poder consideró valioso preservar.
CAPÍTULO III: EL REGRESO DEL COMANDANTE H

Tras su inexplicable liberación en 2006, Hernán Bermúdez se sumergió en las sombras. Durante más de una década, su nombre se desvaneció de la vida pública. Pero en 2018, el año en que la «Cuarta Transformación» llegó al poder, el fantasma de Huimanguillo resucitó.
La carrera criminal de Hernán Bermúdez Requena, según consta en expedientes de la Fiscalía General de la República, comenzó formalmente en 2018, cuando fue invitado por su viejo amigo, Adán Augusto López, a colaborar en la logística de su campaña por la gubernatura de Tabasco. No era un simple voluntario; su rol era mucho más oscuro y crucial. Según un testigo protegido de la FGR, la misión de Bermúdez era garantizar una elección sin violencia, un objetivo que logró a través de un pacto con los grupos criminales que operaban en la entidad.
Los registros ministeriales detallan que Bermúdez sostuvo al menos un encuentro con líderes del Cártel de Sinaloa para asegurar que las votaciones transcurrieran en calma. La recompensa por mantener a los cárteles bajo control durante el proceso electoral era una promesa de poder inmenso: si Adán Augusto ganaba, Bermúdez sería nombrado secretario de Seguridad Pública.
La promesa se cumplió. El 11 de diciembre de 2019, el ya gobernador Adán Augusto López nombró a Hernán Bermúdez Requena, el hombre detenido por la SEIDO, como nuevo titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC). Desde esa posición, Bermúdez no solo cumplió su pacto, sino que lo expandió. Fundó «La Barredora», un «cártel policíaco» que, según informes de inteligencia, funcionaba como una célula del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Reclutó a criminales de todo el estado para controlar el robo de combustible, el narcomenudeo y el tráfico de migrantes, consolidando un poder que emanaba directamente de la oficina del secretario de Seguridad.
Los documentos de la SEDENA filtrados por Guacamaya Leaks confirmaron lo que era un secreto a voces: identificaron a Bermúdez con el alias de «Comandante H» y lo señalaron como el líder de esta nueva estructura criminal que operaba con la protección del estado. Las advertencias de la inteligencia federal, que existían desde el momento de su nombramiento, fueron sistemáticamente ignoradas por el gobernador.
CAPÍTULO IV: LA DOCTRINA DE ‘LA BARREDORA’

El nombramiento de Bermúdez no fue un acto de fe ciega, sino la ejecución de un plan. Según el testimonio de un colaborador de la FGR, la estrategia que Bermúdez le presentó a Adán Augusto era brutalmente pragmática: para alcanzar la paz, era necesario controlar tanto «lo bueno como lo malo». La propuesta era implantar un modelo de control total, donde el Estado no solo combatiera al crimen, sino que lo administrara.
Así nació la idea de «La Barredora». No como un cártel tradicional, sino como una creación del poder político. Su propósito era monopolizar las actividades ilícitas bajo un solo mando, eliminando la competencia caótica entre bandas rivales. Era, en esencia, un cártel en la nómina de la policía, un grupo de hombres con uniforme de día y antifaz de noche.
Bermúdez, desde su oficina, se dedicó a reclutar criminales para que se encargaran de las operaciones. La organización, que en sus inicios se conoció como «La Hermandad» o el «Cártel Policiaco», se alió con el Cártel Jalisco Nueva Generación para consolidar su poder. Tomaron el control de todo: el tráfico de drogas y personas, la extorsión, el cobro de piso y el lucrativo negocio del huachicol.
El pacto era claro: el gobierno de Adán Augusto obtenía una reducción drástica en los delitos de alto impacto que alarman a la sociedad —homicidios, secuestros, robos violentos—, y a cambio, «La Barredora» recibía carta blanca para operar su imperio criminal bajo la protección de la propia Secretaría de Seguridad. Se sacrificó la justicia real por la paz de las estadísticas.
CAPÍTULO V: EL SÚPER POLICÍA DE LA CUARTA TRANSFORMACIÓN

La pregunta es inevitable y resuena con un cinismo atronador: ¿Cómo se atreve un gobernador a nombrar secretario de Seguridad a un hombre que ya estuvo preso, acusado por la máxima instancia federal de delincuencia organizada y secuestro? ¿Cómo se introduce a la Cuarta Transformación a alguien de esa calaña y se le disfraza de Súper Policía?
La respuesta no está en el olvido, sino en la audacia. Adán Augusto López no ignoró el pasado de Bermúdez; apostó por él. La estrategia fue una obra maestra de alquimia política: transmutar un pasivo tóxico en un activo indispensable. El discurso público se centró en una narrativa simple y efectiva: Bermúdez «dio resultados».
Para un Tabasco ahogado por la inseguridad y el desempleo, la promesa de orden era seductora. López Hernández vendió a su viejo colega no como un ex investigado, sino como un policía de la vieja escuela, un hombre con la «trayectoria» y el conocimiento profundo del terreno, capaz de pacificar un estado en llamas. Se omitió deliberadamente que parte de ese «conocimiento» provenía de su presunta implicación en las mismas redes que ahora debía combatir.
El disfraz de «Súper Policía» se tejió con tres hilos:
- La Lealtad Personal: Bermúdez era un hombre de Adán Augusto, un vínculo forjado en los noventa que garantizaba control directo sobre el aparato de seguridad.
- La Negación del Pasado: El episodio de 2006 no se discutió. Se borró del currículum oficial, confiando en la corta memoria del electorado y el control del discurso mediático local.
- La Métrica del Éxito: La única vara para medir a Bermúdez serían las estadísticas. Mientras los números de delitos de alto impacto bajaran, cualquier cuestionamiento sobre sus métodos o su pasado sería desestimado como «politiquería».
Así, un hombre con un historial criminal documentado por la propia inteligencia federal fue presentado como la solución a la crisis de seguridad. No fue un error, fue una decisión consciente. Adán Augusto no trajo a un criminal a la 4T por accidente; lo reclutó precisamente por su capacidad para navegar y, eventualmente, dominar el inframundo, disfrazando un pacto de gobernabilidad mafiosa como una exitosa estrategia de seguridad pública.
CAPÍTULO VI: EL IMPERIO DEL CLAN (CON EL AVAL DEL NOTARIO LÓPEZ)

Mientras el «Comandante H» consolidaba su poder criminal desde la Secretaría de Seguridad, su familia, con la ayuda indispensable de Adán Augusto López en su faceta de notario público, levantaba un vasto imperio empresarial. La línea entre los negocios legítimos, los contratos gubernamentales y el lavado de dinero se volvió peligrosamente borrosa.
El epicentro de este emporio era Humberto Bermúdez Requena, hermano de Hernán. En 2011, Humberto se expandió al lucrativo negocio de los casinos y las apuestas, creando una red de empresas con presencia en al menos ocho países. Una de las empresas clave, «Controladora de Inversiones y Promociones del Sureste», fue constituida el 1 de noviembre de 2017. El acta constitutiva de esta compañía revela un detalle demoledor: fue protocolizada ante el Notario Público Número 27 de Villahermosa, Tabasco, cuyo titular era Adán Augusto López Hernández.
Adán Augusto no solo era el jefe político de Hernán; era el «notario favorito» de la familia Bermúdez, dando fe y legalidad a la creación de sus empresas.
Este entramado empresarial no tardó en beneficiarse del poder político. La compañía «Gravera Río Puxatán», propiedad de Humberto Bermúdez y su hijo, y también constituida por Adán Augusto, obtuvo contratos por más de 46 millones de pesos entre 2021 y 2025. El clan también se asoció con grandes contratistas de la 4T, como Manuel Santandreu, uno de los principales beneficiarios de la construcción de la refinería de Dos Bocas, y Escudero Construcciones, que recibió más de 900 millones de pesos en contratos públicos.
El imperio se extendía desde constructoras y casinos hasta la compra de propiedades de lujo, como un departamento de 1.3 millones de dólares en Miami adquirido por Humberto Bermúdez. Eventualmente, la red atrajo la atención de las autoridades federales. La Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) detectó operaciones inusuales y posibles esquemas de simulación fiscal, lo que llevó al congelamiento de las cuentas bancarias de Hernán Bermúdez, sus familiares y sus empresas, mientras que la Secretaría de Gobernación suspendió las operaciones de sus casas de apuestas por presunto lavado de dinero.
EL CLAN BERMÚDEZ: NEGOCIOS Y POLÍTICA
| Empresa/Activo | Propietario/Vínculo Familiar | Relación con Adán Augusto López | Actividad/Contrato |
|---|---|---|---|
| Controladora de Inversiones y Promociones del Sureste | Humberto Bermúdez (Hermano) | Constituida por Adán Augusto como Notario 27 | Empresa matriz de casinos (Crown City) |
| Gravera Río Puxatán | Humberto Bermúdez (Hermano) y Raúl Bermúdez (Sobrino) | Constituida por Adán Augusto como Notario | Contratos por más de 46 mdp |
| Múltiples empresas constructoras | Sobrinos de Hernán Bermúdez | Constituidas por Adán Augusto como Notario 27 | Asociadas a contratistas de la 4T |
| Departamento en Miami | Humberto Bermúdez (Hermano) | N/A | Compra de inmueble de lujo por 1.3 mdd |
CAPÍTULO VII: LA PAZ DE LOS SEPULCROS
Oficialmente, la estrategia de seguridad de Adán Augusto López y Hernán Bermúdez fue un éxito rotundo. Los números, presentados con orgullo por el entonces gobernador, parecían irrefutables. Comparando las cifras de su gestión con las del gobierno anterior, los delitos de alto impacto se desplomaron. Entre 2018 y 2021, el homicidio doloso cayó un 23%, el secuestro se derrumbó en un asombroso 85%, y el robo de vehículos disminuyó en un 72%.13 En el papel, Tabasco se estaba pacificando. «Dio resultados», se convertiría en el mantra de Adán Augusto para defender su decisión.
Pero en las calles de Villahermosa, en los comercios de Cárdenas y en los campos de la Chontalpa, la realidad era otra. La «paz» que reflejaban las estadísticas no era la ausencia de crimen, sino la consolidación de un nuevo orden criminal. Expertos en seguridad y analistas que estudiaron el fenómeno lo bautizaron con un término escalofriante: una «pax narca».
– Analista de seguridad, autor de un estudio sobre la violencia en el sureste:
La paz de Bermúdez y López era la paz del monopolio. «La Barredora», operando bajo la protección del «Comandante H» desde la cúpula de la SSPC, no eliminó el crimen; lo sistematizó. La violencia espectacular de las balaceras entre cárteles rivales fue reemplazada por la violencia silenciosa y cotidiana de la extorsión.
«Antes del 2019, tenías miedo de que te asaltaran», cuenta el dueño de un pequeño restaurante en la periferia de Villahermosa, cuya identidad protegemos. «Después, el miedo cambió. Ya no era a un ladrón al azar. Era a ellos. Cada quince días pasaba un muchacho en una moto. No decía mucho. Solo ‘venimos de parte del Comandante’. Y tú sabías que tenías que pagar el ‘piso’. ¿A quién le denunciabas? ¿A la policía? ¡Si ellos eran los que mandaban al muchacho de la moto!».
Este testimonio, repetido en diversas formas por comerciantes, transportistas y pequeños empresarios a lo largo del estado, revela la verdadera naturaleza de los «resultados». Los delitos que se denuncian y que engrosan las estadísticas oficiales, como el homicidio o el robo con violencia, disminuyeron. Pero aquellos que se nutren del miedo y el silencio, como la extorsión o la desaparición de personas que se niegan a cooperar, florecieron bajo un manto de impunidad absoluta.
Se había creado un perverso sistema de doble contabilidad. Para el gobierno y sus métricas, la seguridad mejoraba. Para el ciudadano de a pie, el Estado y el crimen organizado se habían fusionado en una sola entidad indistinguible. La policía no era el refugio contra los delincuentes; era su oficina de gestión. Fue el colapso total del contrato social, una paz comprada al precio de entregarle el estado a un cártel, con un secretario de seguridad como su director general.
CAPÍTULO VIII: LA MEMORIA SELECTIVA DEL PODER
Todo pacto con la oscuridad tiene fecha de caducidad. A finales de 2023 y principios de 2024, la «pax narca» de Tabasco se hizo añicos. Una ola de violencia, con asaltos coordinados y quema de vehículos, sacudió al estado. La fachada de control se derrumbó, y el 5 de enero de 2024, Hernán Bermúdez Requena presentó su renuncia.
Lo que siguió fue la crónica de una caída anunciada. Bermúdez huyó del país. Se emitió una orden de aprehensión en su contra. Meses después, fue localizado y detenido en Paraguay, donde, según las autoridades de ese país, ya intentaba establecer una nueva red criminal. Fue expulsado y entregado a las autoridades mexicanas, que lo trasladaron directamente al penal de máxima seguridad del Altiplano para enfrentar cargos por delincuencia organizada, secuestro y extorsión. El «Comandante H» estaba finalmente tras las rejas, enfrentando una posible condena de más de 150 años.
Con su protector caído, el foco se giró inevitablemente hacia el arquitecto de su ascenso: el ahora senador Adán Augusto López Hernández. Acorralado por la prensa y la oposición, construyó una defensa basada en la negación, el olvido y un descaro total. Una defensa que se desmorona al ser confrontada, punto por punto, con la evidencia.
Declaración 1: «No teníamos ningún indicio».
En repetidas ocasiones, López Hernández ha afirmado que, al momento de nombrar a Bermúdez, no existía ninguna señal de sus actividades ilícitas. Esta afirmación es una falsedad demostrable. El «indicio» más contundente data de 2006: una detención ejecutada por la SEIDO, la máxima instancia contra el crimen organizado, por secuestro y una masacre de cinco personas. Este hecho fue público y notorio. Adicionalmente, los informes de inteligencia de la SEDENA, filtrados en los Guacamaya Leaks, ya lo señalaban como el «Comandante H» desde 2019, el mismo año de su nombramiento. Decir que no había indicios no es un lapsus de memoria, es un intento de reescribir la historia.
Declaración 2: «Dio resultados en Tabasco».
El senador se aferra a las estadísticas de su gobierno como prueba de la eficacia de Bermúdez. Como se detalló anteriormente, estos «resultados» fueron el producto de una paz mafiosa, una calma artificial lograda al permitir que un solo cártel sometiera al resto. Es el equivalente a celebrar la reducción de incendios en un bosque porque un solo incendio ya lo quemó todo.
Declaración 3: «Si volviera a ser gobernador… ya con la experiencia, seguramente no nombraría a un personaje como él».
Esta es la coartada del falso arrepentimiento. Presenta la decisión como un error de novato, una lección aprendida con el tiempo. Pero la «experiencia» no era necesaria. La historia de 2006 y las alertas de inteligencia de 2019 eran datos duros, disponibles en el momento de la decisión. No fue un error de juicio que se reveló con el tiempo; fue una decisión tomada a pesar de las abrumadoras pruebas que advertían de un desastre.
Declaración 4: «Yo no pacto ni pactaré nunca con nadie [delincuentes]».
Esta es la negación central, el corazón de la mentira. Quizás nunca existió un documento firmado, una reunión grabada. Pero en política, los pactos más importantes no se escriben; se ejecutan. Al nombrar a un hombre con el pasado de Bermúdez, al ignorar las advertencias de su propio aparato de inteligencia federal y al sostenerlo en el poder mientras su cártel consolidaba su control sobre Tabasco, Adán Augusto López celebró un pacto de facto. Entregó las instituciones de seguridad del estado a la delincuencia organizada. Esa acción, por sí misma, es el pacto.
LA DOBLE CONTABILIDAD DE LA VERDAD
| Declaración Oficial de Adán Augusto López | La Evidencia Documentada | |
|---|---|---|
| «No teníamos ningún indicio de sus actividades ilícitas». | 2006: Detención por SEIDO por secuestro y asesinato de Ponciano Vázquez Lagunes. | 2019-2022: Reportes de inteligencia de SEDENA (Guacamaya Leaks) lo identifican como «Comandante H», líder de «La Barredora». |
| «Hernán Bermúdez Requena dio resultados en Tabasco». | Reducción en estadísticas de homicidio y secuestro. | Contraparte: Expertos señalan una «pax narca», donde la «paz» es el resultado del monopolio de un solo cártel, con aumento de extorsión y control social. |
| «Yo no pacto con delincuentes, esa no es mi naturaleza». | Nombró y sostuvo en el cargo al jefe de la SSPC a pesar de las advertencias de inteligencia federal que lo vinculaban directamente con el CJNG. | |
| «Si después Bermúdez vino a descomponerse… ya no fue parte de mi responsabilidad». | El antecedente de 2006 y las alertas de inteligencia de 2019 demuestran que el «proceso de descomposición» no comenzó después, sino que era una condición preexistente y conocida. |
EL JUICIO Y LA ESPERA

Hoy, dos hombres que compartieron los pasillos del poder en Tabasco viven realidades opuestas. Hernán Bermúdez Requena, el «Comandante H», duerme en una celda del Altiplano. El sistema que una vez lo exoneró en silencio ahora lo exhibe como un trofeo, enfrentándolo a una posible vida tras las rejas. Es el peón sacrificado, la pieza cuya caída permite al resto del tablero proclamar que se está haciendo justicia.
Adán Augusto López Hernández ocupa un escaño en el Senado de la República. Protegido por el fuero y por el poder de su partido, navega la tormenta con una calma calculada. Despacha las acusaciones como «politiquería» o «mafufadas», meras invenciones de sus adversarios. Su carrera política, aunque golpeada, continúa.
La historia de estos dos hombres no concluye con una resolución clara, sino con una pregunta incómoda que flota sobre el pantano de la política mexicana. Una pregunta que esta investigación no puede responder, pero que tiene el deber de plantear.
¿Qué significa para una nación cuando la memoria de un crimen tan atroz como una masacre puede ser borrada por conveniencia política? ¿Qué clase de sistema permite que un hombre señalado por las más altas instancias de seguridad como un criminal sea puesto a cargo de proteger a los ciudadanos? Y cuando el poder es confrontado con la evidencia irrefutable de su complicidad, ¿qué nos dice de nuestra democracia que su única defensa sea encogerse de hombros y alegar que, simplemente, lo había olvidado?
El juicio de Hernán Bermúdez seguirá su curso. Pero el verdadero juicio, el que definirá el futuro del país, es sobre la amnesia selectiva del poder. Mientras tanto, en Tabasco, el jaguar sigue acechando en la sombra, esperando. Sabe, como lo sabe la tierra misma, que en el pantano nada se olvida realmente. Solo se hunde, esperando el momento de volver a la superficie.


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