En 2020, cuando The Last of Us Part II llegó a las consolas, trajo consigo uno de los personajes más divisivos del gaming: Abby. Musculosa, determinada y con una historia tan trágica como violenta, Abby no solo mató a un protagonista querido; también se convirtió en un espejo de los prejuicios del medio. Fue entonces cuando internet estalló.
Muchos jugadores no estaban preparados para empatizar con quien asesinó a Joel, figura central de la primera entrega. Pero Naughty Dog tenía otros planes: ponerte en los zapatos del enemigo, y en el proceso, desafiar tu moralidad.
Abby vs Ellie: dos caras de la misma venganza
Durante el juego, la dualidad entre Abby y Ellie genera un potente dilema emocional. Ambas pierden a seres queridos. Ambas buscan venganza. Ambas cometen actos atroces.
Pero mientras Ellie representa la rabia que consume, Abby muestra el intento de «redención», de escapar del ciclo. En un brillante acto narrativo, el juego fuerza al jugador a controlar a Abby, humanizándola sin pedir perdón por sus decisiones. Esta jugabilidad cruzada no solo enriquece la historia, sino que siembra incomodidad.
Abby en la serie de HBO: el reto de llevarla a la pantalla
Con la segunda temporada de la serie de HBO, la historia de Abby vuelve al centro del debate. La elección de Kaitlyn Dever como actriz para interpretarla generó reacciones encontradas. Algunos fans esperaban una figura físicamente más similar al personaje del juego.
Sin embargo, Neil Druckmann, cocreador de la saga, defendió la decisión: lo esencial de Abby no está en sus músculos, sino en su complejidad emocional. La serie, al igual que el juego, apunta a humanizar a una figura incomprendida.
Abby: una historia de odio, redención y humanidad
Abby no es perfecta. No busca serlo. Comete errores, hiere, se equivoca. Pero su humanidad está en su evolución, en su intento por romper el ciclo de violencia. Eso es lo que la hace inolvidable.
La historia de The Last of Us Part II es un grito contra la narrativa binaria de héroes y villanos. Abby representa esa ambigüedad moral que nos obliga a cuestionar nuestras propias creencias.
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