Sin lugar a dudas, el verano de 1986 dejó en la memoria de México un sabor agridulce, una mezcla de orgullo y una herida que todavía no cierra del todo. Fue el año en que el país fue anfitrión del mundo y también brindó la mejor actuación de su selección en una Copa del Mundo.
Aquella camiseta verde, el grito de gol en el Estadio Azteca y la unión de toda una nación son imágenes que perduran. La historia de ese equipo es la crónica de un sueño que rozó la gloria, dejando un legado que inspira y a la vez persigue al fútbol mexicano hasta el día de hoy.
Un país unido por un balón
El torneo tuvo un significado especial, ya que meses antes, en 1985, un devastador terremoto había golpeado al país, por lo que la celebración del Mundial se convirtió en un símbolo de resiliencia.
La afición se volcó con su equipo, creando una atmósfera de apoyo que hacía vibrar el estadio en cada partido, posicionándose en un lugar protagónico, generando un enorme interés en las apuestas Mundial. Y por supuesto, ante la ola de optimismo, El Tri respondió en la cancha, avanzando con solidez y mostrando un fútbol valiente que contagiaba a las gradas.
El momento cumbre de esa euforia llegó en los octavos de final contra Bulgaria, donde Manuel Negrete firmó una obra de arte en un Estadio Azteca a reventar. Tras una pared aérea en los linderos del área, se suspendió en el aire y conectó una tijera perfecta que se incrustó en la portería rival.
El gol no solo fue una belleza y una muestra de técnica extraordinaria. También aseguró el pase a la siguiente ronda y fue reconocida en encuestas de la FIFA comouno de los mejores goles en la historia del torneo. Ese instante mágico representó la cima de la confianza y el talento de aquella inolvidable selección.
La batalla de Monterrey
Sin embargo, el sueño de alcanzar una semifinal histórica se topó con un muro llamado Alemania Federal. El partido de cuartos de final, disputado bajo el sol abrasador de Monterrey, fue una batalla táctica y extenuante donde la tensión se palpaba en cada jugada.
México competía de igual a igual contra una potencia mundial, y la polémica se apoderó del partido con un gol anulado a Francisco Javier Cruz, un momento que alimentó la sensación de un destino cruel.
Tras 120 minutos sin goles, la eliminatoria se decidió desde los once metros, y como siempre, la tanda de penales fue una tortura. Los fallos de Fernando Quirarte y Raúl Servín sellaron la eliminación y el equipo murió en la orilla, a un paso de la gloria.
Como es de esperarse, esa actuación en 1986 se convirtió en la vara con la que se mide a cada nueva generación de futbolistas mexicanos. La obsesión por alcanzar el «quinto partido» nació directamente de esa dolorosa experiencia. Ahora, con una nueva Copa del Mundo en el horizonte donde México volverá a ser anfitrión, la comparación es inevitable.


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